Estoy a punto de irme a Japón por tercera vez en el año. No voy a trabajar, ni a pasear, tampoco tengo un novio allá. Voy porque amo ir. Porque cuando estoy allá me siento entera y en paz. Porque ir me ayuda a escribir.
En Japón hay un concepto que se llama «wabisabi», que refleja mucho de la identidad local y está relacionado con la valoración de la belleza está en lo roto, lo incompleto y lo efímero. Para el wabisabi -como para el budismo- nada dura, nada está terminado y nada es perfecto. Esa filosofía es muy fácil de ver en los objetos, el diseño y la vida cotidiana: en Japón nada se descarta -se siguen usando teléfonos públicos y lavarropas de hace veinte años-, el diseño es asimétrico -muchas veces con una supuesta «mala terminación» o excesiva simplicidad-, los árboles crecen torcidos, las playas están llenas de algas y bancos de arena, los cerezos duran solo quince días en flor y se van. En otros países quizás sacaríamos los bancos de arena para poder bañarnos tranquilos en una playa paradisíaca o lograríamos que los cerezos florecieran más de quince días al año. En Japón eso no existe, no porque no quieran que la playa sea perfecta, sino porque para ellos, la playa es perfecta como es, con algas y peces dando vueltas.
El kintsugi, que es el arte de rescatar piezas rotas de porcelana con laca y oro puro, es la manifestación más clara del wabisabi. Así como en Japón hace muchos años los soldados mostraban orgullosos sus cicatrices porque eso significaba que habían peleado y sobrevivido, en Japón la porcelana no se tira, sino que se arregla con oro, porque es más valioso un objeto que ha sufrido que uno que no.
En septiembre, además de visitar todos los castillos y jardines sobre los que había leído cuando era chica, de ir a los festivales de verano en el río Sumida, de dormir en las aldeas antiguas en Gifu y con los monjes el Monte Koye, de jugar con los monos de la nieve en Nagano o de hacer la ruta alpina a bordo del tren Kurobe Gorge, cumplí un sueño que tenía desde hace treinta años y tomé clases de kintsugi con uno de los pocos maestros que quedan en el país, Showzi Tsukamoto.
Del maestro Tsukamoto aprendí que lo importante al reparar algo es encontrar el espíritu de lo que se quebró y hacerlo bello, no solo emparcharlo o volverlo a pegar. Que romperse es armarse de nuevo, es ser otro, es volver a empezar con todo lo que aprendimos cuando nos hicimos pedazos contra el piso.
A pesar de que mi pieza era muy simple me llevó mucho trabajo y estoy segura de que mi forma de mirar el mundo ya no será la misma. Cuando terminamos de lijar y pulir, el maestro y yo tomamos té en sus cuencos kintsugi mientras contaba que significaba cada una de sus piezas. Mi preferida fue un cuenco marrón con ramas doradas que para él era un ciruelo en flor que se completaba con el té verde adentro, como si le crecieran hojas en la ceremonia del té.
Al final charlamos un rato largo, comimos dulces y nos despedimos. Me preguntó a que me dedicaba y le dije que era escritora, que había ido a Japón para volver a escribir. Entonces me preguntó si iba a escribir sobre esto y le dije que sí. Sonrió y me dijo «¿Viste que suerte? Si estos hubieran sido cuencos nuevos no tendríamos historias para contar».